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Lo vegetal es político
Diana Padrón
La cultura de la productividad y del exceso cancela futuros, sometiendo la vida
del planeta a procesos de destrucción que nos llevan a imaginar un final. La
última pandemia vino a avalar este relato terminal a la vez que abrió, en cierta
medida, la ensoñación por el origen de otros modos de vida donde, como en
toda cosmogonía o evocación edénica, lo vegetal ejerce una dimensión
fundamental. Muy a pesar de que en oposición a este cambio de paradigma las
agendas de crecimiento productivo hayan sido reiniciadas a toda prisa, quizás
podamos aún continuar respirando verde esperanza bajo la sombra de dicha
utopía. Y es que, parece ser, las plantas se plantan, es decir, nos convocan
todas ellas a un platón revolucionario para articular una suerte de
plantamientos políticos insólitos, enigmáticos, se podría decir incluso que
improbables, pero precisamente por eso, más que necesarios. Cada vez son
más los seres fotosintéticos –sin capacidad de desplazarse, pero no por ello de
movilizarse– que a través de una serie de consignas propias del fitolenguaje
llaman a manifestarse por una utopía plantástica. Porque lo vegetal no sólo
puede ser estético, sino sobre todo político.
El Sindicato del Plantón Unido (de ahora en adelante S.P.U.) es una singular
organización de plantas de toda índole y variedad, autoinstituida con la
voluntad de tomar la palabra para darse a conocer, diseminar sus
reivindicaciones y sensibilizar a la humanidad de la necesidad de una empatía
medioambiental. En cada una de sus campañas se establece en plazas,
lugares de tránsito, museos o salas de arte a través de instalaciones que no
podrían ser de otra manera que orgánicas, pues –como en los preceptos del
diseño orgánico de David Pearson– se adapta de manera juguetona a los
espacios. Lo hace a través de un despliegue de pancartas, carteles,
merchandising, encuestas o formularios que proponen una renovada estética
agit pop. Como en experimentaciones anteriores en las que encontramos tanto
pintura, como serigrafía e instalación –Vivero de Banderas (2016), Patio del
Sindicato del Plantón Unido (2016), Abismal (2018), Mapa de sensaciones
(2019), Trinchera (2020)– la tarea de la artista Ana Beltrá a la hora de dar voz
al S.P.U. se podría destacar en dos gestos decisivos: por un lado, su
sensibilidad para la composición cromática que se intuye de su atenta
observación del mundo vegetal, donde residen las más insólitas
combinaciones; por el otro, su irónica gramática, pues sólo pervirtiendo el
lenguaje que organiza nuestro mundo simbólico es posible una transformación
efectiva. Es desde esta necesaria ironía que regala la distancia para actuar, es
decir, lejos de la mirada romántica sobre la naturaleza, ni si quiera desde un
diagnóstico incómodo de nuestro destino, como Ana Beltrá apela a una práctica
que podría definirse como instituyente en su capacidad de trazar una línea de
tiempo alternativa.
Sugiere la propia artista que “las manifestaciones [del S.P.U.] en respuesta a
nuestras acciones llegan con escaso margen de maniobra”, y, en efecto, el
innegable cambio climático, los desastres ecológicos, la pérdida de la
biodiversidad, las mutaciones medioambientales, los procesos radicales de
desertificación y las diásporas masivas que implicará todo ello, es hoy una
realidad difícil de revertir. Lo es sin duda por lo que Ana Beltrá llama una
“ceguera vegetal”, es decir, el desinterés tanto de instituciones
gubernamentales como corporativas a la hora, no sólo de no reconocer su
papel fundamental en el problema, sino tampoco de poner en marcha una labor
de concienciación colectiva –especialmente en las zonas urbanas– que sea
capaz de dar una dimensión social al ecocidio del mundo vegetal. Pero dentro
de ese pequeño margen de maniobra, en los últimos años se han ensayado
numerosas propuestas tanto desde el activismo, la teoría crítica o las prácticas
culturales, en un intento de ubicar cuándo se impuso la imaginación urbanita
frente a un modelo de convivencia con el resto de seres vivos: por un lado, el
llamado Antropoceno, es decir el periodo de la historia que comienza en el
momento mismo en el que las grandes urbes mesopotámicas crecieron
masivamente a través de procesos de acumulación de recursos naturales
derivados de la Revolución Neolítica y que provocó que la Tierra entera fuera
poco a poco modificada por la mano humana; por el otro, el llamado
Capitaloceno o el periodo en el que el progreso derivado de la Revolución
Industrial y el régimen de acumulación capitalista ha terminado imponiendo un
límite inmediato a los recursos naturales del plantea. Es ante esta dramática
coyuntura cuando Bruno Latour formula su proposición de un “parlamento de
las plantas”, un órgano decisorio que admita la participación directa de la
naturaleza en una democracia plena. Y son fruto de dicha idea las
ensoñaciones de Donna Haraway de un reencuentro entre especies o, incluso,
la posibilidad de imaginar una línea ucrónica que nos dirija a una suerte de
Bioceno.
Ahora bien, cabría decir que no basta proponer ideas que acaben alimentando
una moral ecológica del capital. Cuando, como ha señalado Arturo
Villavicencia, el mercado parece solucionarlo todo, incluida una oportunidad de
expansión utilizando el pretexto de una tragedia de escala mundial como la
destrucción del medioambiente; cuando, como ha observado Ramón del
Castillo, la naturaleza deja de convertirse en asunto político para devenir mero
objeto de adoración, corremos el riesgo de asistir a insólitas alianzas entre el
neoliberalismo y ciertas apuestas medioambientales que fortalezcan los
poderes que aún confían en la viabilidad de nuestro sistema económico. De lo
que se trataría, por tanto, no sería tanto de redefinir los protocolos de consumo,
sino de transformar radicalmente lo que Michel Serres llamó el “contrato
natural”. Por eso el S.P.U. surgiendo desde el interior de una hormigonera nos
ofrece una enseñanza crucial: aquella en la que las formas de organización
política que aspiraban a la emancipación de la explotación laboral se alían con
estas nuevas compañeras para elaborar juntas un nuevo relato utópico que
supere la convencional oposición entre lo natural y lo artificial, una convivencia
que sea capaz de dar nuevamente sentido al origen etimológico de cultura.
Desde esa trinchera, lo vegetal es político.